Es como lo dice el tango, esa maldición de que “primero hay que saber sufrir” para apreciar lo que se tiene. Esta ciudad veleidosa, caprichosa, demolida, desgobernada, parece que adora llegar al borde a ver si lo pierde todo. Y a veces, sólo a veces, vuelve del borde del barranco con buenas noticias. En este caso, la noticia es buenísima, porque Buenos Aires está por reabrir una de sus joyas más opulentas, un palacio público. En algún momento de este trimestre, con obras terminadas y papeles sellados, la confitería La Ideal va a deslumbrarnos como hizo por décadas. Y si se usa este verbo exagerado es porque nuestra pieza de la Belle Epoque está siendo restaurada y equipada como pocas veces puede verse.
La ciudad porteña ya fue calificada como la capital de un imperio que no existía, tantos aires se daba. La poblaron de cúpulas, le hicieron alguna que otra obra maestra de la arquitectura, la orlaron de cervecerías con vista al río, la ornamentaron con arte público y la llenaron de cafés de aquellos. La diadema eran cuatro confiterías, palabra arcaica que te ubica en la época: el Tortoni, Las Violetas, La Ideal y El Molino. El primero en la lista, uno de los negocios más viejos del país, está intacto pero transformado en VIP para turistas. Las Violetas es una prueba de que el patrimonio arquitectónico es un verdadero imán. El Molino va avanzando en una obra histórica. Y La Ideal está por reabrir.
Un día de estos, esto va a parecer Buenos Aires.
La Ideal tiene un lugar especial en este cuarteto porque fue construida en 1910 e inaugurada en 1912 para taparle la boca a las demás. Es la única que tiene edificio propio, es la de más metros para disfrutar y la que se concentró en lo que era el state of the art de la época, la confitería vienesa. El resultado fue una suerte de institución que cultivaba las manías sociales del momento. Al entrar, se estaba en una confitería y repostería para llevar, donde se podían comprar masitas, bombones y, claro, confites. A través del portón interno, de buenos robles y vidrios biselados, y de las notables vitrinas de bronce y vidrio, se podía ver el salón de planta baja, un café “para hombres”.
Ese era un reino de boisseries de madera dura teñida de un peculiar tono oscuro y rojizo, con enormes espejos repitiendo las columnas de estuco con luminarias de bronce y los muebles Tonnet. Había una nube de humo, percheros cargados de sombreros y un resplandor de buenas platerías gastronómicas. Las señoras, y los sábados las madres y abuelas con cortejos de chicos, eran recibidas por el portero de uniforme y galera, y llevadas al fascinante ascensor Siemmens, importado en el muy breve período en el que esa firma hizo elevadores. El ascensorista, también de uniforme, las llevaba al primer piso.
Que era un sueño de luz, cubierto de mesas pequeñas enmanteladas, con tetereras, platos superpuestos de masitas y triolets de sandwichitos. Los sábados eran especiales, con el gran recinto lleno de pared a pared y el menú en automático: se sentaba la señora con los niños y le ponían adelante la tetera, el colador, la leche, las masitas y los sandwichitos, que de eso se trataba. La cuenta consistía en el té y un rápido conteo de lo que se había comido. Entrando a la izquierda había un organista parecido a Walt Disney, muy aplaudido.
Esta especialidad explica que La Ideal fuera por añares el hogar informal de una de tantas sociedades de Damas Británicas. El té no dejaba nada que desear.
Cuesta abajo
Como tantas cosas en la ciudad y el país, la confitería entró en crisis. Lo que se rompía no se cambiaba, lo que se partía se emparchaba. Atrás de los salones había un pequeño edificio de piezas y más piezas, que terminaron llenas de muebles rotos. Los bronces dejaron de brillar, la vajilla se hizo opaca, los baños un tormento. El salón del primer piso fue cerrado y años después alguien tuvo la idea de usarlo de milonga, tapando el óculo ovalado que lo comunicaba como un balcón con la planta baja. El tapado fue una grosera losa de hormigón y para mostrar desprecio la hermosa baranda simplemente desapareció. La Ideal se fue apagando, una tristeza para los que la recordaban plena.
Y ahí entra un arquitecto especializado en estas cosas, Alejandro Pereiro, plenamente respaldado por los nuevos dueños en la idea de que no estábamos para darle una lavada de cara. Arrancando hace ya cuatro años -pandemia mediante- La Ideal fue restaurada de un modo raro de ver por estos sures en lo visible y completamente reconstruida en lo industrial, con un standard alto y unas espaldas anchas. Vamos por partes.
Quien entre ahora a la confitería puede ya ver los pisos como espejos. No es un pulido: el original de mármol había sido reemplazado por un granítico y ahora volvió a ser mármol metros y metros de colores combinados. Los bronces de lámparas y arañas no fueron simplemente lustrados, porque todo se desarmó, se pulió y se laqueó al horno. Es espectacular, hay piezas que ni nuevas reflejaban así. El nivel de detalle llega a las mismas lamparitas, que fueron elegidas cuidadosamente para dar el tono justo y ser dimerizables. Ninguna disponibles cumplía el proyecto y por eso terminaron importando dos mil foquitos, que ahora bañan todo en un tono… hay que verlo.
Las boisseries ya no son oscuras, porque no tienen ni el teñido original ni el siglo de humo pegado a la madera. Todo fue desarmado, limpiado, remontado y arreglado donde faltaban partes, y ahora muestra tonos de maderas más claras. El conjunto esconde nuevas instalaciones y aloja un discreto conjunto de 22 fan coils para mantener el aire siempre fresco. El que recuerde el mostrador se va a llevar una sorpresa, la de ver el muro de maderas y bronces de la heladera industrial que le hacía de fondo desde 1912. Restaurado, con piezas faltantes copiadas y funcionando perfectamente, sigue siendo la única heladera pública con espejos…
¡Y los baños! Pereiro los equipó con boisseries al estilo del salón y enormes lavamanos de época comprados y vueltos a esmaltar. Hasta se cuidó el detalle de que cada uno tiene un armario oculto con elementos de limpieza, para no andar entre clientes con esos carritos desagradables.
En el primer piso se repite la maravilla. El ascensor fue desarmado, pulido y restaurado como si fuera una pieza de arte religioso pero con motor nuevo y sistema digital. Se sube, se abre la puerta tijera y lo primero que se ve es una suerte de kiosco digno de Tiffany, una pajarera de vidrios y bronces rematada con un capuchón de vitrales coloridos. Al entrar al salón se vuelve a ver la hectárea de mármol, los bronces, la boisserie y el óvalo reabierto, cercado con el único toque moderno del proyecto, un muro de vidrios templados y curvados, una hazaña técnica made in Rosario.
Pero el golpazo viene al levantar la vista y encontrarse que el cielorraso también se abre, creando una pieza francamente única. Se va a ver un largo espacio rectangular con extremos perfectamente semicirculares rematado por una bóveda de cañón corrido con una suerte de enrejado dorado y vitrales en los extremos. El enrejado no es ni bronce, ni metal extrusado, ni madera: es cartapesta a la italiana de 1910. Y no es la cartapesta de hoy, un papier maché complicado, sino la que hacían los maestros de entonces, una mezcla de yesos, fibras de yute y otras yerbas. No sólo fue restaurada a la perfección sino que fue dorada a la hoja, como los capiteles y molduras de los salones.
El remate del edificio era un techo a dos aguas de metales y ladrillos. Hoy es transparente, para iluminar la joya que protegen, que al caer el sol tiene un sistema de luces propio. En ese desván encantador está el taller de moldeado que permitió reemplazar capiteles y molduras perdidas, que había tantas. El acceso al desván es por la notable “fábrica” de La Ideal: cocinas, panadería, laboratorio de chocolates, refrigeradores enormes, freezers, montacargas, paneles eléctricos, instalaciones de seguridad y de control climático… “Acá no hay nada a medias”, explica Pereiro, mostrando marcas de primer nivel en los equipos y hasta el tipo de cableados que instaló.
El que recuerde las glorias del lugar, se las va a encontrar de nuevo. La Ideal va a reabrir como restaurante, café y casa de té. Quien se siente, se sentará en las butacas Tonnet restauradas o en copias mandadas a hacer con toda fidelidad. Y una de las cosas que sobrevivieron la decadencia fue un gran conjunto de los triolet de masitas, con la flor de lis del logo. Con un poco de suerte, te toca con el té.
FUENTE: Página 12